Recuerdos de Miró
(Fragmento)
Corredor Matheos conocía mucho a Miró y a la vez era amigo mío y paisano, pues ambos, y con poca diferencia en el tiempo, vimos la luz en el mismo lugar de la tierra: Alcázar de San Juan, sitio famoso porque no falta quien estima es el lugar del nacimiento de Cervantes, existe una partida de nacimiento en una iglesia que se tiene por suya. Alcázar de San Juan es famoso por la calidad de sus quesos, por la importancia de su estación de ferrocarril, por las tortas y lo sería también por sus molinos, si otras partes de La Mancha no los tuvieran tan hermosos y más abundantes que en Alcázar.
Y Miró se informó respecto a mi persona principalmente para prevenir la posibilidad de que yo fuera un periodista de los que se defendía, acaso escarmentado de alguna experiencia desagradable.
Corredor Matheos le explicó cómo yo era un poeta amante de las artes y eso para Miró, amigo de los poetas, colaborador en publicaciones de poesía, quizá el mejor ilustrador de poesía de su tiempo, poeta esencialmente en su obra, poeta también por los títulos de sus cuadros y por los bellos poemas que ocasionalmente ha escrito, era algo a tener en cuenta. El caso es que obtuve una cita para visitarlo y hacerle una entrevista.
Me ayudó en acelerar el lento proceso hasta tener acceso a su casa, el que pude llamar por teléfono, cosa no fácil pues no constaba en la guía y pocas personas parecían conocerlo. Me lo facilitó el pintor alemán residente en Barcelona Will Faber, amigo de Miró y buen amigo mío.
El pintor argentino Amengual, de origen mallorquín y residente en Mallorca, estaba bien informado de mis gestiones en torno a Miró, personaje mítico para ambos y motivo de bastantes de nuestras conversaciones. Cuando tuvo noticia de que la cita estaba concertada me pidió acompañarme en calidad de fotógrafo. La verdad es que no había pensado en este detalle y llevar un fotógrafo pudiera molestar a Miró. No obstante, me arriesgué y accedí. Él se ocupó de buscar una cámara para hacer las fotos y el día y a la hora convenida, llamamos a la puerta, bien conscientes de que íbamos a hablar con uno de los artistas más grandes de todos los tiempos.
Nos esperaba y nos recibió en un cuarto de estar donde el ambiente de casa acomodada se mezclaba con alguna pintura suya de gran calidad, y otras de artistas como Calder y Giacometti. Le hice alguna de esas preguntas a que tan acostumbrado debía estar y escuché de sus labios lo que ya sabía. Detalles de su infancia en Barcelona, en el campo de Tarragona y en Mallorca. De sus inicios de artista, de sus primeras dificultades e inquietudes. Así hasta llegar a París. Él parecía animado y yo no advertía esa timidez o esa escasez de palabras que se le atribuía. Al contrario. Su vocabulario me pareció rico y preciso, aunque hablábamos en castellano. Acaso esto me sucediera porque sus palabras aparecían matizadas y reforzadas con sus gestos. Porque yo mismo contribuía a desarrollar el proceso de sus frases. Fuera lo que fuere, el caso es que ni entonces ni en ninguna de las distintas ocasiones en que volvimos a hablar extensamente, noté en él ninguna premura, limitación o dificultad. Me pareció un artista viviendo la circunstancia de su grandeza con la naturalidad de quien el triunfo a la medida de sus esfuerzos no le ha sido regateado y, desde el momento oportuno ha visto reconocido su talento por el número suficiente de personas de calidad, entusiastas y defensores de su obra. Se mostraba apacible, aunque inquieto por la existencia en bloque. Enseguida surgieron los puntos de unión con Miró. Mi conocimiento del arte y de la poesía que a él personalmente le interesaran, desde San Juan de la Cruz a J.V. Foix. Mi información relativamente extensa del ambiente parisino donde se desenvolviera su estancia en esa ciudad, amigos y aficiones comunes. Departíamos durante bastante tiempo y mientras tanto Amengual permanecía en la sombra y en silencio, como si no estuviera, en las mejores circunstancias para observar la escena.
Miró estaba animado. Hombre de pequeña estatura y aparentemente tranquilo, su gran energía afloraba a la superficie en sus gestos, en el tono de sus palabras, en sus elocuentes silencios rematados con enérgicos pisotones sobre las baldosas. A veces se entusiasmaba como un niño, y como a un niño se le animaban los ojos y el cutis de las mejillas, lisas cual la piel de una fruta.
Mientras tanto no tomé notas. La conversación mantenida transcurrió por cauces bien conocidos y estaba seguro de poder reconstruir fielmente el diálogo y el ambiente donde se desarrollaba. Cuando el tema de la entrevista estuvo colmado, Amengual nos hizo alguna foto. Luego le pedí nos enseñara el estudio. Era una de las más importantes aspiraciones de mi visita. No puso ningún inconveniente y más bien pareció encantarle la idea.
Estábamos en la tarde de un día de fiesta y parecía muy satisfecho en ocupar con nosotros un tiempo de aquel día, acaso de asueto. Al ponerse en pie advertí cómo calzaba alpargatas catalanas populares de cáñamo. Mostraba un apasionado interés por cuanto estuviera enraizado con la cultura popular y las herramientas usadas por el hombre. Vestía con una extremada pulcritud. Siempre muy limpio y cuando después coincidimos en exposiciones de su obra, en su homenaje o en exposiciones de algún amigo suyo con Calder, Guinovart, Tàpies, Mompó, siempre apareció vestido al lado de su mujer, ataviada con aún mayor pulcritud, si cabe, dentro de trajes cortados con exquisita línea, elegantes camisas de calidad y al cuello espléndidas corbatas. Tuvo para elegirlas un gusto especial y debió de dejar una magnífica colección de corbatas.
Antonio Fernández Molina
© Herederos de Antonio Fernández Molina
El texto íntegro lo encontrará el lector en: Vientos en la veleta (Notas autobiográficas, cuentos y otros caprichos), de Antonio Fernández Molina. Libros del Innombrable. Zaragoza: 2005. ISBN: 84-95399-64-4.
Para más saber más sobre el libro:
https://www.librosdelinnombrable.com/producto/vientos-en-la-veleta/
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