«No he sido feliz en ningún sitio». Entrevista de Antón Castro a Antonio Fernández Molina


Intervención artística sobre la fotografía de A. F. Molina realizada por  Rogelio Allepuz y publicada acompañando la entrevista en El periódico de Aragón


En primer plano
Antonio Fernández Molina. Escritor.


«No he sido feliz en ningún sitio».
Entrevista de Antón Castro

Antonio Fernández Molina (Alcázar de San Juan, 1927) es noticia permanente: pinta, camina, aprende publica. Libros del Innombrable acaba de publicar su biografía de Dalí y ha iniciado la edición de sus Poesías completas en dos volúmenes. Aquí se desnuda, se justifica y se defiende.

Hemos concertado la cita en uno de los cafés más literarios de la ciudad. Antonio Fernández Molina, que aparece con una camisa verde con un dibujo de Picasso, ha escrito una gran parte de sus libros a mano, con rotulador y pluma, sobre papeles reciclados, en la atmósfera de la taberna. Tiene los ojos pequeños, entrecerrados, de bohemio postergado. «Estoy en Zaragoza porque quiero. Vine, me quedé, alguna ley le tendré a esta tierra, aunque yo como Miguel Labordeta me siento ciudadano del mundo, y aun así, soy más de aquí  que de ninguna otra parte. Este es el sitio de mi vida donde más he estado, 24 años. Ni me he enterado de que ha pasado el tiempo, es como si hubiera llegado antes de ayer. ¿Feliz? No he sido feliz en ningún sitio, pero yo no me creo que Zaragoza sea saturnal o peor que Madrid. De niño me decían: "En todos los sitios cuecen habas, y en Madrid a calderadas"». 


Antonio Fernández Molina, del brazo de su mujer Josefa, una heroína inadvertida que alumbró a sus seis hijas, tocado de sombrero y vestido casi siempre con trajes de lino y algodón, pertenece al paisaje sentimental de Zaragoza: es el sabio iconoclasta y pugnaz que va y viene, conversando aquí o haciendo allá apología de la excepcionalidad: excepcional es para él la escritura de Dalí— «firmo donde quiera que Dalí es uno de los mejores escritores españoles de todos los tiempos. Lea, por favor, La vida secreta de Salvador Dalí»— la escultura de Honorio García Condoy, los dibujos de Lorca, «que me ayudaron a ser artista. Fueron una conmoción para mí y me liberaron de complejos y me permitieron dibujar y pintar», o el teatro y la inventiva de Arrabal, que considera a nuestro interlocutor uno de sus maestros y uno de los autores pánicos de España.


—No me gusta hablar de mi niñez. Sufro mucho al recordar: me quedé huérfano cuando tenía siete años. Y eso me ha marcado. Siempre, siempre, en el fondo de mi ser, me he sentido un niño desamparado. Mi padre se murió de una gilipollez: un cólico miserere. Había estudiado Magisterio y acabó siendo policía republicano. Yo nací por azar en Alcázar de San Juan, pero él era de Casa de Uceda. Era el chico listo del pueblo. Una vez, durante la siesta, estaba con mi abuelo en la puerta de casa y pasó un buhonero que llevaba todo tipo de baratijas, entre ellas una cartilla de las primeras letras. Mi abuelo, un labrador adelantado e inteligente, la compró y en la siesta siguiente comprobó que mi padre se había aprendido él solito la cartilla.


—¿Qué recuerdos tiene de él?


—Prácticamente ninguno. Se llamaba Antonino, era alto, de los más altos del pueblo, esbelto, de buen tipo y elegante. Mi madre, Teodomira, era baja pero muy guapa. Viuda con 25 o 26 años, se casó de nuevo en la posguerra. Hacían una pareja peculiar. Espere. Recuerdo que entonces se tenía la manía de extirpar las amígdalas y mi padre me llevó de la mano. Yo no quería abrir la boca y no lo lograban, hasta que me pusieron un aparato que accionaron con una manivela. Y así la abrí por fin. También recuerdo que por la profesión de mi padre íbamos de un sitio para otro: vivimos en Valencia, en Alcoy, creo que en Alicante y en Albacete; viajábamos mucho en tren y recuerdo que salían a vendernos las famosas navajas de Albacete.


—Dijo usted una vez que había sido un niño rebelde, casi indomable.


—Mire, yo tenía un sentimiento literario, artístico y poético de las cuestiones. Las cosas las valoraba afectivamente más que por sus valores intrínsecos. Recuerdo que en la escuela de Alcoy los niños jugaban en los montículos de arena con un clavo que hundían; yo como no tenía y tan fascinado como estaba por el juego, hice un trato con el chico: le robé a mi padre su reloj de pulsera y se lo cambié por un clavo. Finalmente, el trato se deshizo. ¡Sería idiota!


—¿Cómo pasó la Guerra Civil?


—Aunque suene raro, la pasé muy bien. En cuanto mi madre se quedó viuda, nos fuimos a Madrid, donde ella tenía un hermano pequeño estudiando Medicina. Era bastante bohemio y muy de izquierdas; me llevaba a todos los mítines habidos y por haber. Nosotros no teníamos apenas dinero. Creo que nos ayudaban mis abuelos, el materno, médico, y el paterno, labrador. Yo nunca he llegado a conocer a mis abuelas. Recuerdo haber visto la calle Quevedo toda alfombrada de pasquines, cerca de la Puerta del Sol. Cogía los pasquines y dibujaba y escribía por atrás.


—¿Qué escribía?


—Obras literarias ninguna. Sobre todo dibujaba. Por eso me ha quedado la afición a escribir mis novelas o mis poemas sobre papel que está utilizado por la otra cara. En Madrid oímos los bombardeos, noche tras noche, bajábamos al sótano y nos quedábamos en el pasillo. Oías caer de cerca las bombas. Cuando llegó la escasez nos fuimos al pueblo con la suerte de que en Casa de Uceda llevamos una vida idílica. Sonaban los cañonazos de vez en cuando, pero el frente se quedó parado a 30 kilómetros del pueblo. Algún vecino iba de vez en cuando a llevar agua y provisiones . Teníamos mucha libertad, a veces no había escuela porque habían movilizado al maestro, nos juntábamos los chicos con las chicas. Y supimos que la Guerra había terminado el día en que entraron los requetés para anunciarlo.


—A usted lo llamaban, «El poeta»


—No, no. Ese concepto no se conocía en mi pueblo. Me lo llamaron después en el instituto Brienda de Mendoza de Guadalajara porque me veían leer y hacer mis pinitos literarios. Teníamos una buena biblioteca escolar y una buena biblioteca en casa porque apareció una maleta de mi padre, muy aficionado a la literatura, llena de 
Dostoyevski, Tolstoi y Chéjov. En la escuela, a la maestra la desbordaba, era el bicho que pica el tren, hasta que descubrió que podía aplacarme con libros como Flor de leyendas, de Alejandro Casona y otros. Me decía: «Antonio, ponte a leer y así me domó muy rápidamente».


—¿No se hizo luego maestro?


—Todo es más complicado. Primero me matriculé en Veterinaria, pero entre la literatura, la pintura y que no tenía un duro la dejé. Me inscribí en Derecho y lo mismo. Y luego, acuciado por la necesidad de dinero y por el deseo de casarme, hice Magisterio.


—¿Quién fue el primer escritor que conoció?


—Emilio Carrere…


—¿El autor de La torre de los siete jorobados, poeta modernista…?


—Sí, sí, el de las pipas y las capas. En Educación y Descanso leíamos los periódicos de Madrid, en los que salía mucho. Nos caía muy bien porque encarnaba la bohemia, nos atraía. Y fui a Madrid al café Castilla a verlo y le llevé un cuadernillo de versos, que me devolvió uno o dos días después con una Salutación. También hay otra anécdota que quería relatarle. Durante una época iba todos los días a la Biblioteca Provincial de Guadalajara, que era mi refugio. Leía y leía sin parar, y a veces me llevaba hasta algún libro. Un día vino el bibliotecario y me dijo: «Le hemos dado el premio al Mejor Lector de la Provincia». Y me mostró una lista de libros para que eligiese el que quisiera. Elegí Historia de la literatura española, de Gonzalo Torrente Ballester, que era muy interesante por la cosa política. Pero fui tan idiota, como lo he sido siempre, que no supe sacar ningún partido a ese hecho.


—Hombre, ¿qué podía hacer con ese título?


—Pues no sé, ir a un periódico, solicitar una beca.


—Cuando me dice que ha sido tan idiota como siempre a qué se refiere. ¿Qué se reprocha?


—Que me ha faltado sentido práctico. A mí las cosas casi me han sucedido por superabundancia. He publicado cerca de 60 libros de poesía, más de cien volúmenes en total, narrativa, teatro, ensayo, en editoriales que van desde Seix Barral o Alfaguara a empresas de amiguetes. Piense que yo comencé publicando en Neblí, donde lo hacía Gerardo Diego. En 1953 edité Una carta de barro y Biografía de Roberto G.


Para entonces, Antonio Fernández Molina ya había entrado en contacto con el círculo de los postistas, desde Ángel Crespo, crítico de arte y joven vate manchego, a Eduardo Chicharro, Silvano Sernesi, Carlos Edmundo de Ory, Casanova de Ayala o Francisco Nieva, entre otros. Incluso participaba de sus mismas inquietudes: aquellos habían creado revistas como Deucalión o El pájaro de paja, y él fundó Doña Endrina, revista de poesía y arte que constituía en un hombre pobre, que llevaba los zapatos llenos de agujeros, un «ejercicio de vocación y una estupidez». A través de la revista, en cuyo primer número publicó un poema de Miguel Labordeta, entró en contacto con el escritor aragonés.

«Entre nosotros surgió un auténtico flechazo: vi que era un hombre diferente, afín a mi sensibilidad. Ya Ángel Crespo me había dicho que había tres poetas importantes en España: Juan Eduardo Cirlot, que hizo la mili en Zaragoza y no entró en contacto con Miguel, más afín al grupo de los Buñuel; Gabriel Celaya y Miguel Labordeta. Tenía razón. Comenzamos a escribirnos, y un día tomé el tren a Zaragoza y fui a su casa. “¿Sabes quién soy?”. “Supongo que serás el poeta de Guadalajara”. Yo iba y venía, daba recitales en su colegio, Miguel me facilitaba conferencias o acciones en la ciudad y un día, cuando me pidió fundar Despacho Literario me nombró secretario de redacción». Labordeta, «el hombre más generoso que he conocido», y Antonio se veían aquí o en los cafés de Madrid y así coordinaban la revista, pero para el joven poeta también fueron muy importantes el dibujante Gregorio Prieto, muy vinculado sentimentalmente a Luis Cernuda, que lo ayudó a formarse. Otro aspecto decisivo en la evolución del creador fue el conocimiento de la obra de Fernando Pessoa, estudiada y presentada en España por Joaquín de Entrambasaguas e Ildefonso-Manuel Gil, que le llevó a definir sus heterónimos: Roberto Goa y Mariano Meneses.


Un hombre clave fue Camilo José Cela. Antonio lo había conocido en una cena en Guadalajara, en un hotel, él que no tenía las 25 pesetas que costaba la cena, apareció a los postres, fue invitado a café y leyó un poema. Desde entonces, la relación fue intensificándose hasta que en 1964 el autor de La familia de Pascual Duarte le designó secretario para que le organizase la biblioteca, su formidable colección de revistas y llevase Papeles de Son Armadans, para la cual estuvo trabajando durante casi dos años preparando el monográfico dedicado a Silverio Lanza.


—¿Cómo fue la relación con Camilo José Cela? ¿Es más asequible en las distancias cortas, cariños o es un energúmeno?


—Es muy complejo. Tanto Camilo como yo teníamos una personalidad muy diferente y bastante fuerte. Ninguno de los dos daba su brazo a torcer.


—¿Cela es tan vanidoso como usted?


—Quizá yo lo sea más que él, ja, ja. Yo hablo de la vanidad positiva.


—¿Por qué tiene usted, Antonio, la necesidad tan tremenda de hablar siempre de sí mismo? ¿Acaso porque considera que le ningunean o porque es inseguro?


—Inseguro no lo soy, tengo la sensación de que comparativamente a los méritos de otros me hacen faenas, cosas muy feas, tratan de ignorarme en algunos sitios.


—Cuando hace juicios de algunas personas, las ensalza; sin embargo, en su relación cotidiana no parece generoso con los demás…


—No lo parece, pero eso es mentira. Sí hay una cosa de la que presumo: de no haber hecho una faena a nadie. Lo demás son opiniones y la voluntad de estar al margen de las modas. Tiendo a caer mal porque soy de otra manera, pero no porque sea mala persona. Se lo aseguro. Puedo presumir de que mucha gente me ha ayudado, mucha, pero yo también he colaborado, y he querido, con mucho gente. Sí, he sido generoso.


—Estábamos en Mallorca…


—Permanecí con Cela desde 1964 hasta 1972. Era joven, había escrito libros de poesía, pero tenía varias novelas en el cajón, entre ellas Solo de trompeta. Puede decirse que en la isla me consolidé como escritor en prosa, de novelas y relatos. Y establecí relación con mucha gente de toda España y de Hispanoamérica. Una de mis grandes amigas de entonces fue Alejandra Pizarnik, la poetisa argentina. Fui su descubridor en España, creo. Era la encarnación de la locura romántica en el siglo XX, era tan inteligente, tan inspirada, tan idealmente hermosa. Era fascinante. Me mandaba cartas con dibujos.


—Se suicidó por entonces…


—En Buenos Aires, fue una gran sorpresa para mí. Nunca me dijo nada. Se mató porque no soportaba las condiciones de la existencia. También tuve mucha relación con Octavio Paz, Vicente Aleixandre y Jorge Guillén. A cambio Camilo José Cela le debo muchas cosas, entre otras un consejo noble. Me decía: «Mira, Poeta (siempre me llama así, incluso ahora), no lo tienes fácil porque lo que tú haces no es práctico. Pero si te levantas temprano, a las ocho por ejemplo, verás que el trabajo compensa siempre». También establecí una relación de afecto con Joan Miró, que era un hombre de difícil acceso. A los dos nos fascinaba París, los surrealistas y un poeta como Maxime Alexandre.


—¿Y luego vino a instalarse a Zaragoza? ¿Por qué?


—Aún tardé tres años. Tenía seis hijas e irse de una isla no es nada fácil. Miguel Labordeta ya se había muerto, habíamos hablado muchas veces de resucitar la revista y de montar una editorial, incluso en Mallorca hice una intentona leve. Pero es curioso, yo siempre he querido vivir en Zaragoza. Cuando era niño, en la cocina de casa, oía hablar muy bien de Aragón y de Zaragoza.


—Aquí continuó ensanchando su obra. ¿Cuáles son sus claves?


—Creo que mi obra está inmersa en el postismo, un surrealismo blanco, por decirlo así, la presencia de la intuición y las imágenes, la mezcla de la realidad y fantasía hasta crear un realismo mágico, y a todo ello hay que agregarle una gran dosis de sinceridad. Esto es lo que hay, lo que intento poner, otra cosa es la valoración, la altura de la obra, pero yo aspiro, aspiro, aspiro, sueño con conseguir lo máximo. ¿Me explico?


—Perfectamente. Otra constante suya es la amalgama de géneros.


—Para mí solo hay un género: la poesía. En cualquier texto (drama, novela, relato), conferencia o conversación, etc., su valor está en función de la poesía que contenga. Así lo creo.

A bocajarro
«Me habría gustado conocer a Bécquer».


—¿Quién es el artista de su vida?
Velázquez, porque es lo absoluto en pintura: está todo tan compuesto, tan dibujado que te quedas turulato. O mejor aún, Víctor Hugo, que es un gran artista plástico también, le va más a mi sensibilidad por sus dibujos, sus gouaches o sus acuarelas.


—¿El gran creador que le hubiese gustado conocer?


Gustavo Adolfo Bécquer fue mi gran maestro desde niño, y he seguido admirándolo siempre, sin altibajos. Creo que era un hombre auténtico.


—¿Un aragonés injustamente desconocido?


—Injustamente tratado o no bien divulgado sería Honorio García Condoy. Yo conocí a su viuda, Lupe Fernández, que fue su modelo al principio y me dijo que no le había tocado ni un pelo. Era de una integridad humana absoluta y total.


—¿Qué le parece la propuesta del Nobel para Javier Tomeo?


—Javier Tomeo es uno de los mejore escritores actuales; de lo demás doctores tiene la iglesia, aunque me molesta un poco que cada comunidad, casi cada esquina, tenga su propio candidato al Nobel.


—¿Los libros imprescindibles?
—No seré original: La Biblia, Las mil y una noches y las Obras completas, de León Bloy.


—¿Y sus libros de poesía?


—Las Rimas, las Soledades y Polifemo y Galatea, de Luis de Góngora, los Cantos, de Lautréamont y toda la obra de Arthur Rimbaud.

—Estamos a punto de conocer al nuevo Consejero de Cultura. ¿Qué consejos le daría?

—Tres. Que se olvide en alguna ocasión de l política y atienda a la poética. Que es muy urgente poner en su sitio a Honorio García Condoy, que tenga una sala, un museo. Hombre, no es Goya, pero es un artista muy importante para Aragón. Y por último que organice una gran exposición de un pintor de Calatayud muy poco conocido, Jusepe Leonardo, de la época de Velázquez, que tiene obras en el Museo del Prado.


—¿Aragón?


—Aragón es un lugar del mundo al que se le puede sacar muchísimo partido. Recuerdo que una vez Rotellar me habló de los tapices de la Seo. Nunca en mi vida he sentido una emoción igual: su belleza es increíble.


—¿Su epitafio?


—«Por delicadeza perdí mi vida». La frase es de Rimbaud.

Publicado en El periódico de Aragón. Págs. 8 y 9. Sección «La entrevista». Firmada por Antón Castro. Domingo, 25 de julio de 1999.


Más información sobre Antonio Fernández Molina:

https://www.librosdelinnombrable.com/autores/antonio-fernandez-molina/

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