Cubierta de Arando en la madera |
La buena vida
Empezó con un ligero picorcillo en la cabeza. Me rascaba con
delectación. El picor fue en aumento. Enseguida adquirió el tamaño de una boina
y comenzó a moverse. Resbalaba hacia un lado y hacia otro sin desprenderse de
mi cabeza. Aunque podía hacerlo, no me atreví a retirarlo por temor a sentir mucho
frío o a que mis sesos quedaran al descubierto. Creció más y, sin llegar a
cubrirme los ojos, fue adaptándose a la superficie de mi cuerpo y al color de mi
piel. Pero de noche adquiere unos matices violáceos. En el centro del día a
veces es ligeramente sonrosado y otras cetrino. Esto ocasiona curiosas confusiones
entre las gentes, pues sin saber que ocurre exactamente perciben en mí los síntomas
de una curiosa metamorfosis.
El picor ha llegado a la planta de mis pies y aunque vivo
dentro de esa desazón, a punto de provocarme una risa incontenible, no se
trasluce el menor gesto en mi cara.
Estoy como metido en un guante. No siento el frío. También
me ayuda a rechazar el excesivo calor. Mis sueños son ligeros pero realmente
entretenidos. Me descansan bastante y con los ojos cerrados me parece percibir
lo que ocurre a mi alrededor como si lo estuviera mirando.
Mi memoria es prodigiosa. A veces rebuzno. Otras trepo por
las paredes y en lugar de entrar en mi casa prefiero deambular por los
arrabales. En ocasiones tengo la sensación de caminar a unos palmos del suelo
sin sentar los pies en tierra, y durante horas me desaparece la conciencia de la
realidad, pues el delicioso picor me hace perder el sentido.
© Herederos de Antonio Fernández Molina
Arando en la madera, de Antonio Fernández Molina. (Editorial
Litho Arte. Zaragoza: 1975).
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