El verano, aunque se represente en la figura de un hombre o una mujer maduros, tiene el rostro juvenil. Un rostro de plena juventud que se espera a lo largo del año, pues el tiempo de su ausencia es el tiempo de su espera. El verano, mayor o menos en la medida emocional de nuestro tiempo, ocupa la mitad de él. Por eso el verano llega antes de llegar y se dilata después de su ida con esos brotes que nos entrega, antes de marcharse, en los veranillos de San Miguel y San Martín, que tienen el gusto popular de lo ya sabido, de lo que no sorprende, aunque se piense en ello porque se espera.
San Verano, hijo de San Euquerio, vivió en el siglo V, y su fiesta se celebra el 9 de septiembre. Hay otros dos santos del mismo nombre que también vivieron en el siglo V y VI y cuyas fiestas son el 3 de diciembre y el 11 de noviembre, ya cuando el verano, definitivamente, no existe y es solo el recuerdo o la esperanza del que se acerca.
Además de haber más horas de sol en el verano, estas horas nos parecen más largas, como si caminaran más despacio o nuestros sentidos permanecieran más despiertos, y por eso con frecuencia tenemos la sensación de que en el verano cada día es un día doblado, pues el tiempo o al menos lo parece, da mucho más de sí.
El verano está poblado de vida de anécdota, de paseos, de ocios y también puede estarlo de trabajos. Hay tiempo para muchas cosas, e incluso las menguadas horas de la noche parece que cunden más que las dilatadas del invierno. Por eso el tiempo de los relojes tienen muy poco que ver con este tiempo más aprovechado del estío, igual que las fronteras del verano rebasan el solsticio y el equinoccio.
El sueño cabe en cualquier época, pero pienso que el verano es más para la acción y que las ensoñaciones veraniegas tienen mucho de activas. Si no confundimos la acción solo con el pueril movimiento y en ella también incluimos los varios aspectos de la actividad vital que hay en cada uno de nosotros.
Hay tópicos, al uso, para todo tiempo, pero los del verano son menos y pueriles, y nos lo hacen más simpático. Hasta en sus fiestas y jolgorios es más personal e independiente y están desposeídos de ese carácter general y rutinario que pueden tener las festividades en cualquier otra época. En verano es como si cada familia, cada lugar, se hubieran puesto de acuerdo para organizar su propio festejo particular sin ocuparse del día y de la hora en que cada una celebra el suyo. Además, la fiesta, en el verano está en el ambiente que se respira, en su aire de alegría improvisada y espontánea.
Así como el invierno puede volcar varios años sobre nuestras espaldas, lo más fácil es que el verano nos aligere de alguno.
Él está poblado de playas y de eras. La playa es la postal del verano, pero la era, menos tópica, le define más profundamente. Hay un ritmo vital en los hombres y los animales domésticos que hacen de las tareas de la recolección de los cereales un prodigio de armonía en movimiento. Esto lo puede observar cualquiera que se detenga en una era un poco más de tiempo del preciso para echar una ojeada.
El verano todo lo inunda con su presencia. Su arrolladora simpatía posee la evidencia de lo real, de lo que está más difícil de disimular que la noche o el invierno.
En el verano hasta las llanuras tienen sugerencias de barcos. Donde no llega el mar, la televisión y los periódicos llevan algo de su brisa.
La claridad del cielo detiene los relojes, les obliga a seguir un ritmo de siesta.
© Herederos de A. F. Molina
«El rostro del verano», A. F. Molina, fue publicado por el diario ABC, el 29 de julio de 1965.
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