Miguel Labordeta y A. F. Molina: El alimento de los dioses, artículo de Raúl Herrero




[El siguiente artículo se publicó en el nº 96 de la revista Turia, en la sección Cartapacio, dedicada a Miguel Labordeta, organizada por Alfredo Saldaña].

Miguel Labordeta falleció en 1969. En 1975, a pesar del tiempo transcurrido desde la defunción de su amigo, Antonio Fernández Molina se instaló en Zaragoza junto a sus seis hijas y su esposa Josefa. En tal determinación influyeron, sin duda,  los agradables recuerdos  de la amistad entre ambos poetas, tanto como la buena relación con la familia Labordeta. Aterrizó A. F. Molina en la capital aragonesa procedente de Palma de Mallorca, tras ejercer durante varios años las funciones de ayudante de Camilo José Cela, así como de secretario de redacción de la revista Papeles de Son Armadans.
El 21 de marzo de  2005 murió Antonio Fernández Molina en Zaragoza, la ciudad en la que quizá nunca hubiera habitado de no ser por la memoria de la amistad con Miguel Labordeta y las relaciones afectivas generadas en torno al vate.
En su autobiografía Fragmentos de realidades y sombras Molina nos manifiesta cómo tuvo conocimiento de la existencia de Miguel Labordeta en los alberos de los años 50:

Mis relaciones directas con el ambiente artístico y poético zaragozano empezaron cuando Ángel Crespo retornó a Madrid después de haber servido de alférez en las milicias universitarias. (…) Por entonces estrechaba mis relaciones con Ángel Crespo. Coincidíamos en manifestarnos contrarios a cuanto nos parecía poesía oficial y protegida. Un día le declaré mi escaso interés por la poesía española del momento, sin duda más sugestiva que la posterior. Y él, en general de acuerdo conmigo, me comentó: «Pero hay algunos poetas que se salvan. Léete los libros de Celaya, Cirlot y Labordeta».[1]

Antonio Fernández Molina tuvo siempre palabras de admiración para los tres poetas descubiertos para sus ojos por Ángel Crespo, al igual que para los fundadores y colindantes al movimiento postista: Gabino Alejandro Carriedo, Eduardo Chicharro, Federico Muelas, Carlos Edmundo de Ory, Carlos de la Rica… En uno de los aforismos de Molina, por él bautizados como Musgos, afirma que conoció a dos encarnaciones de Orfeo en la tierra. En una de nuestras conversaciones sobre arte y literatura me confesó que se refería a Carriedo y Miguel Labordeta.

No cabe duda que la lectura en Madrid, en la Biblioteca Nacional, de Sumido 25[2], el primer libro de Labordeta, le impresionó a Fernández Molina hasta el punto de subirse en Guadalajara a un tren con destino a Zaragoza para conocer personalmente al que ya consideraba su nuevo amigo y compañero de «desvelos poéticos».  Unos meses habían comenzado una relación epistolar, lo que despertó en ambos poetas un mutuo vivo interés. Aquellas fechas coincidieron con las del asalto literario del grupo castellano-manchego de Antonio Fernández Molina y sus coetáneos, de similar sensibilidad, los llamados «Generación del 51» o «seguidores del postismo», según sea el color del crítico que lo mira. En fechas próximas se fundaron las revistas El pájaro de paja , orquestada por Crespo, Carriedo y Muelas, también la propia Doña Endrina dirigida por Antonio Fernández Molina, creada por obra y gracia de los 200 duros que el abuelo del artífice de la revista le había proporcionado para un traje, Deucalión de Ángel Crespo  y Trilce de Antonio Leyva y José Antonio Suárez de Puga. En todas ellas colaboró Miguel Labordeta.
No quiero pasar por alto la calidad y cantidad de las citadas revistas y muchas otras contemporáneas de vida efímera como El Molino de Papel, Hágale, Ámbito, Pleamar… La lista completa y sus detalles entiendo que excede los propósitos de este artículo. Aunque considero preciso mencionar la revista dirigida por José Antonio Labordeta Orejudín, fundadada en 1958, donde también publicó algunos trabajos Antonio Fernández Molina.

En el primer número de la revista Doña Endrina, aparecido en 1951, Miguel Labordeta se encuentra presente con un fragmento de su poema «Balada del profesor gorrión». La lista de autores del número primigenio de esta publicación se completa con el misterioso cofundador del postismo de origen italiano Silvano Sernesi, Carriedo, Crespo, Miguel Lezcano Quiles, Fernández Arroyo, Eduardo Chicharro, Federico Muelas, Bernardo Martín del Rey, el propio director de la revista y los dibujos de María Luisa Madrilley.[3]

Es evidente, si tenemos en cuenta el horizonte oficial poético de ese momento, lo distantes que se encontraban de la mayoría de las propuestas líricas de la época, las inquietudes que avivaban la poesía de Miguel Labordeta y Antonio Fernández Molina, si bien, como es natural, y por fortuna, existían diferencias formales y estéticas entre ambos poetas. Mas, por encima de las disparidades, pesaba el interés  de ambos por desautomatizar el lenguaje, por escapar del verso trillado y rutinario adaptado por la corriente dominante de la poesía y del arte, así como el propósito de eludir el trascendentalismo y el misticismo de salón, el sentimentalismo pueril, tanto como la crítica social de baja estofa que, en muchas ocasiones, ha justificado la producción de autores de segunda fila. Ese deseo rupturista, no de la tradición, sino de lo uniforme, autorizado y manido, de lo mediocre, en definitiva, acompañado por la búsqueda de una voz propia, también lo encontramos en los mejores poetas contemporáneos de Labordeta y Molina como, por citar sólo un nombre, en el caso de Juan Eduardo Cirlot. Este espíritu libertador ha vinculado a Miguel Labordeta al surrealismo, si bien, sería muy discutible tal atribución desde el punto de vista de la ortodoxia surrealista  promulgada por André Breton. En el caso de Antonio Fernández Molina su inquietud anticonvencional le llevó a interesarse y a cultivar el postismo, el esterismo o, entre otros, el movimiento pánico creado en París en 1963 por Fernando Arrabal, Alejandro Jodorowsky y Roland Topor. Si bien, a pesar de lo anteriormente escrito, consideramos que todo poeta excelente es una isla que no precisa de etiqueta, ni adjetivo, ni adscripción a ningún movimiento o grupo para justificar la importancia y trascendencia de su obra.

En las memorias, ya citadas, de A. F. Molina, el autor confiesa que Miguel Labordeta le consiguió su primera conferencia retribuida en el colegio que Santo Tomás de Aquino. En este párrafo, así como en todos los escritos que Molina escribió sobre su amigo, sobresale siempre la palabra generosidad.
El buen entendimiento entre ambos impulsó a Fernández Molina a frecuentar Zaragoza siempre que le era posible. Al principio desde Guadalajara, o algunos pueblos de la provincia, en los últimos tiempos desde Palma de Mallorca. De este modo A. F. Molina afianza también su amistad con otros poetas del entorno como Pinillos, Emilio Gastón, Manuel Derqui , Julio Antonio Gómez, Luis García Abrines, Pío Fernández Cueto, José Antonio y Manolo Labordeta, el Grupo Pórtico… Durante esas estancias esporádicas Molina visita la tertulia del Café Niké.

Durante los días 11, 12 y 13 de noviembre de 1954 A. F. Molina escribe uno de sus poemarios más lauredados: El cuello cercenado. El original lo traslada a tres de sus amigos, los mismos a los que más tarde les dedicaría el libro, me refiero a Vicente Aleixandre, Enrique Nuñez Castelo y Miguel Labordeta. La tríada le recomienda que publique su nueva obra lo antes posible. El autor así lo hace. En las sucesivas ediciones del poemario Fernández Molina siempre ha mantenido las dedicatoria a los tres instigadores, a modo de permanente agradecimiento por el  ánimo y el consejo que le brindaron. En el año 1955, en el número 13 de la Colección de libros Doña Endrina, se editó por vez primera El Cuello cercenado.
Unos meses más tarde Antonio Fernández Molina y Josefa Echeverría contrajeron matrimonio. Durante su viaje de novios pasaron por Zaragoza, donde fueron agasajados con una cena  por Miguel Labordeta y varios amigos el día 6 de septiembre de 1955.

En ese mismo año, el 6 de noviembre, Fernández Molina asiste en el Teatro Argensola a la única pieza teatral conocida, hasta el momento, de Miguel Labordeta: Oficina de Horizonte. Las reflexiones que sobre dicha pieza realiza Molina no pueden ser más positivas puesto que compara su línea dramática con Cocteau y Yeats.[4]

Cuando Miguel Labordeta alumbra  la revista Despacho Literario ofrece a su amigo el puesto de redactor jefe. En dicha revista, con un formato próximo al de un periódico Molina publica traducciones, poemas, ensayos, dibujos… En algunos casos sus trabajos los firma bajo el seudónimo de Antonio Viñuelas. La revista aspira a convertirse en vocera de la organización creada por el propio Miguel, la archiconocida por los estudiosos del poeta y de su época, la denominada O.P.I. (Oficina Poética Internacional). A la misma la describirá Fernández Molina con las siguientes palabras: «…con una extraordinaria dosis de humor y seriedad, ante el fenómeno de la poesía, aglutinó (Miguel Labordeta) a una serie de amigos incondicionales suyos y de ella, en Zaragoza, y dispersos por el mundo. Tipos anticonvencionales al margen de circuitos oficiales y oficiosos».[5]
Por cierto, conviene mencionar que, precisamente en el primer número de  Despacho Literario se publica una de las primeras obras teatrales de Molina : «Las alumnas». Sobre ella escribió una elogiosa reseña en ABC José María Pemán con fecha de 27 de junio de 1960. El crítico afirma sobre la pieza: «Las alumnas no necesita más que realizarse en un escenario para que su delicia disparatada se haga más razonable. El verbo es divino. No necesita más que tomar carne humana».

Tras varios años de periplo por diversos pueblos de la Mancha como maestro Fernández Molina viaja a Palma de Mallorca para asumir las funciones de secretario de la revista de Cela Papeles de Son Armadans y del propio futuro premio Nobel. Este traslado coincide con la publicación del cuarto número de Despacho Literario.
Antes de ser aceptado como secretario de pleno derecho en Papeles de Son Armadans Molina propone a Camilo José Cela un número especial dedicado al curioso escritor Silverio Lanza, por entonces, poco o nada conocido salvo para los literatos de hondas inquietudes. En sus memorias A. F. Molina agradece la ayuda prestada por Miguel Labordeta  para la confección del dicho número, puesto que el autor de Transeúnte central le puso en contacto con el entonces joven profesor Ricardo Senabre, que aportaría valiosa información para el número de Papeles dedicado a Silverio Lanza.[6]

En 1969 una carta de José Antonio Labordeta traslada al Fernández Molina de  Mallorca  la noticia del fallecimiento del amigo y compañero de «batallas poéticas».  Esa ausencia, junto a la de Carriedo, tal vez fueran las que más profunda sima de dolor abrieron en nuestro poeta. Con ambas pérdidas, no sólo desaparecieron dos compañeros, casi hermanos, del arte, sino que, en cierto sentido, dejaban a la creatividad y visión del arte de Antonio Fernández Molina en una inquieta soledad.

A lo largo de los años varios fueron los homenajes que Molina dedicó a Miguel Labordeta. Por su intermediación la editorial Hiperión publicó el volumen Metalírica, una antología de la obra poética de M. Labordeta seleccionada y prologada por el autor de El cuello cercenado.
En el prólogo del citado volumen Molina resume su relación con el poeta aragonés y describe el ambiente compartido: «Por aquellos años inmediatos de la postguerra, Zaragoza fue una ciudad con un importante movimiento intelectual, que ha permanecido injustamente en el ostracismo». Respecto a la poesía del poeta objeto de la antología, entre otras cosas, afirma: «El humanismo, el dominio y la audacia de sus imágenes fluyen con naturalidad y sus poemas poseen un tono que le sitúa dentro de la gran poesía. No escribe poemillas, canciones o sonetos, sino poemas de elevado aliento que son, o tienden a ser, largos, poemas épico-líricos que trascienden la subjetividad y también poseen un comunitario acento».

Tampoco olvida Molina en su prefacio la inclusión de Miguel Labordeta en la Antología de la poesía surrealista[7] de Ángel Pariente, ni la primera antología-homenaje realizada tras la muerte del poeta preparada por García de Judizmendi en 1970 con cubierta de Modest Cuixart[8].

A nuestro juicio el homenaje más hermoso de Antonio Fernández Molina destinado a su amigo, lo constituye el poema elegíaco-melancólico «Hubo un tiempo que…» publicado a modo de prólogo en la nueva edición del tercer libro de poemas de Miguel Labordeta Transúnte central[9]. Y también  la plaquette  de pequeña tirada y modesto formato con el claro título: Homenaje a Miguel Labordeta[10], que se editó coincidiendo con los 45 años de la aparición del libro de Labordeta Viento idílico.

En poco este homenaje de poco más de treinta páginas Antonio Fernández Molina alterna breves poemas con dibujos de los años 50. A destacar la ilustración de la cubierta que recuerda a algunos de los dibujos de Antonio Saura de la época y a ciertos elementos propios de pintores como Klee y hasta a algunos de los bocetos de los extraños animales figurados poro Miró
Las ilustraciones interiores se corresponden con esa especial mixtura de poema y dibujo que surgiera, por vez primera en la obra de Molina, en la contracubierta de la primera edición de El Cuello Cercenado. Esta pieza de coleccionista, por su escasas tirada y su curiosidad, tal vez pronto sea búsqueda por los más ávidos coleccionistas de material poético. Entre los breves poemas incluidos entre los poemas-versos encontramos algunos como el siguiente:

Al soplar la ceniza
la nieve
se transformó en estatua.

Aunque este libro se reeditó en el tercer tomo de las Poesías Completas de Antonio Fernández Molina[11] se aprecia mejor su  calidez en la edición original de la “plaquette”.

Un aforismo de Andrés Rubio reza que la poesía (buena) conforma el alimento de los dioses. Miguel Labordeta y Antonio Fernández Molina guisaron con su vida consecuente y su obra algunas de las mejores viandas degustadas por la divinidad.


Raúl Herrero


[1] Fernández Molina, Antonio. Fragmentos de realidades y sombras, Biblioteca Aragonesa de Cultura, Zaragoza, 2003.Pág. 18. Existen varios escritos autobigráficos del poeta como los artículos publicados por entregas en «La Mujer Barbuda», suplemento literario  de La Voz del Tajo durante los meses de mayo, junio y julio de 1985. También se recogen varios textos autobiográficos en el libro póstumo Vientos en la Veleta, Libros del Innombrable, Zaragoza, 2005.
[2] Labordeta, Miguel. Sumido 25, Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1948.
[3] El interesado puede consultar la excelente edición facsímil de la revista Doña Endrina editada por Archeles, en Ciudad Real, en 1999.  La edición incluye un brillante e informado prefacio de José Luis Calvo Carilla.
[4] La obra teatral Oficina de Horizonte se publicó en 1960 en la revista Papageno, creada. por el poeta Julio Antonio Gómez y donde colaboró como tipógrafo el poeta Guillermo Gúdel
[5] Labordeta, Miguel. Metalírica. Selección y prólogo de Antonio Fernández Molina, Poesía Hiparión, Madrid, 1983, pág.7-8
[6] El artículo con el que participó Ricardo Senabre en el número dedicado a Silverio Lanza de Papeles de Son Armadans llevaba por título: «Silverio Lanza y el Marqués de Mantillo».

[7] Pariente, Ángel. Antología de la poesía surrealista. Editorial Júcar, colección Los poetas, Madrid, 1984.
[8] Labordeta, Miguel. Pequeña Antología. Colección Tamarindo. Palma de Mallorca, 1970.
[9] Labordeta, Miguel. Transeúnte central. Ediciones Libertarias. Colección abecedario & all, Madrid, 1994. A propósito, dicha colección, la dirigía Antonio Fernández Molina, por lo tanto,  el amigo era una vez más promotor de una nueva edición de un libro de Labordeta.
[10] Fernández Molina, Antonio. Homenaje a Miguel Labordeta. Jábega, Madrid, 1994.
[11] Fernández Molina, Antonio. Poesías Completas III, Libros del Innombrable, Zaragoza, 2000.

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